Esta definición de constancia es perfectamente aplicable al ámbito de la vida
cristiana. En el camino que transitamos cada día tenemos que enfrentar pruebas
de toda índole. Sin embargo, a pesar de todas las dificultades el crecimiento hacia la madurez espiritual debe ser constante.
El pasaje de 1Corintios 15:58 nos
exhorta a “estar firmes y constantes,
creciendo en la obra del Señor siempre”.
Tristemente, en casi todas las iglesias uno puede encontrar algunos
creyentes que son inconstantes. Este parece ser un mal que poseían algunos
cristianos en la iglesia del primer siglo. En la carta universal de Santiago,
refiriéndose aquellos que faltándole la fe piden dudando del poder de Dios,
leemos: “El hombre de doble ánimo es
inconstante en todos sus caminos” (Stg.1:8)
La realidad es que en cualquier iglesia podemos encontrar hermanos que de
repente, y por un corto tiempo, aparentan una consagración mayor que las del
resto de los creyentes y quieren ejercer un ministerio de alto calibre. Muchas
veces pareciera que ellos son los que han entendido el llamado del Señor y el
resto está dormido, pero el impulso se les acaba rápidamente y después
desaparecen hasta el próximo “pronto o arranque”.
El crecimiento hacia la madurez espiritual no funciona a base de
“exabruptos espirituales”. Esta es una carrera de resistencia, como dice el
autor de la carta a los Hebreos:
“Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor
nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que
nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante,
puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe…” (He.12:1-2).
También recordamos que Jesús hizo hincapié en la importancia de permanecer en Él para poder llevar
frutos dignos (Jn.15:4-7). Precisamente
podemos saber que estamos creciendo en este sentido, cuando estamos llevando
muchos frutos espirituales en nuestra vida.
Por otra parte, una evidencia categórica de que un creyente en Cristo ha
sido constante en su crecimiento espiritual, lo constituye el hecho de
continuar creciendo hasta el final de
su vida terrenal.
A diferencia del crecimiento físico que tiene un tope en esta vida, el
crecimiento espiritual nunca se completará mientras vivamos sobre la tierra.
¿Quién es el hombre, o la mujer, que puede decir con toda sinceridad que ya ha
alcanzado la madurez espiritual a plenitud?
La meta de nuestro crecimiento hacia la madurez espiritual fue declarada
por el apóstol Pablo, al decir: “hasta
que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento el hijo de Dios, a
un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef.4:13). La misma se puede resumir en
una frase: “llegar a ser totalmente como Cristo”.
Ahora bien, aunque nos falte muchísimo para alcanzarla, y a pesar de
saber de antemano que en esta vida presente no lo vamos a lograr plenamente, no
es justificación para mantenernos estancados o perder el interés en el
crecimiento espiritual. El propio Pablo se esforzaba cada día por avanzar hacia
la meta suprema. Recordemos sus trascendentales palabras a los filipenses:
“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea
perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui
también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya
alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y
extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta,
al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil.3:12-14).
Que nuestro Dios en su misericordia nos ayude a crecer
constantemente hacia la madurez espiritual.
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