En
la muerte de Jesucristo en la cruz del Calvario, se estaba cumpliendo el plan
eterno de Dios para salvar a la humanidad perdida y condenada por el pecado. Sin
dudas, merecíamos la condenación, pero el amor de Dios por nosotros es tan
grande que entregó la vida de su Hijo para nuestro rescate. Por esa razón,
podemos afirmar que: La crucifixión de
Cristo, es la prueba más grande del amor de Dios por nosotros. Esta verdad
se demuestra en las palabras que Él pronunció en esa hora crucial.
Cristo
exclamó desde la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen” (Lc.23:34). A pesar
de las burlas, insultos, maltratos e injusticia, pidió perdón por quienes le
mataban e injuriaban. Con esta petición al Padre dejaba claro que el propósito
supremo de su muerte en la cruz era pagar la culpa de nuestros pecados, para
que pudiésemos obtener el perdón y la reconciliación con el Padre Celestial.
Por
otra parte, la frase “porque no saben lo
que hacen”, no significa que ellos no estaban conscientes de la gran
injusticia que estaban cometiendo contra un hombre que sólo hizo el bien y amo
a todos. Lo que significa es que ellos ignoraban la trascendencia espiritual de
aquel hombre, y el significado de su muerte en la cruz. El apóstol Pablo lo
expresó en su primera carta a los Corintios: “La que ninguno de los príncipes de este siglo conoció; porque si lo
hubieran conocido, nunca hubieran crucificado al Señor de gloria” (1Co.2:8).
Posteriormente,
ante la petición de uno de los malhechores crucificado a su lado, Jesús
respondió con una preciosa promesa de salvación: “De cierto te digo que hoy
estarás conmigo en el paraíso”. (Lc.23:43). Jesús estaba poniendo en
práctica sus promisorias palabras: “Venid
a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt.11:28). Aquel día el ladrón
arrepentido recibió el perdón de sus pecados y el regalo de la vida eterna.
Las
siguientes palabras que expresó desde la cruz, estaban dirigidas a proveer el
cuidado para su madre: “mujer, he aquí tu hijo. Después dijo al
discípulo: He aquí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su
casa” (Jn.19:26-27). Estas palabras nos recuerdan que Jesucristo
también ofrece amorosa compañía y cuidado espiritual, físico y material
mientras vivamos en este mundo. A pesar del momento tan difícil que atravesaba
Jesús, honro a su madre preocupándose por su cuidado y consuelo.
La
cuarta palabra que Él profirió en el Calvario fue una exclamación de angustia: “Dios
mío, Dios mío, ¿Por qué me has desamparado?” (Mateo 27:46; Marcos 15:34;
Salmo 22:1). Sin duda alguna, esta palabra de Cristo es un profundo
misterio que constituye la esencia misma de su muerte en la cruz y nuestra
salvación eterna. La realidad es que Cristo colgado en la cruz estaba cargando
el pecado de toda la humanidad. La culpa de nuestro pecado le fue imputada a
Él. Estaba sufriendo el castigo en lugar de los culpables. Toda la ira de Dios
por nuestras maldades estaba siendo derramada sobre Jesús (2Co.5:21; Is.53:4-5; 9-10; Gá.3:13). “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por
su camino; más Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros” (Is.53:6).
Cristo
también exclamó: “Tengo sed” (Jn.19:28). Anteriormente había rehusado el vinagre mezclado con un analgésico que le habían ofrecido. Ahora, pide alivio para su
sed de deshidratación, y le dan una esponja empapada en vinagre. Con este acto
quedó demostrado la maldad del ser humano cuando vive lejos de Dios, y también
la verdadera humanidad de Cristo, quien sufrió hasta lo indescriptible por
todos nosotros.
La
palabra seis que se escucharon de sus labios fue: “consumado es” (Jn.19:30). Es
decir, la misión que Dios Padre le había dado fue cumplida a cabalidad. Había
logrado el triunfo más grande de todo el universo, pues con su muerte
expiatoria venció a Satanás, a la muerte, al pecado que esclaviza al hombre y
le aleja de Dios. La justicia del Señor había sido completamente satisfecha, el
pecado de todos nosotros ya había sido totalmente pagado y la deuda con Dios
cancelada. A partir de ese momento nos abrió un camino nuevo y vivo de acceso
directo a Dios.
Finalmente
prorrumpió: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Jn.23:46). Estas
últimas palabras de Jesús antes de morir nos recuerdan dos cosas importantes:
(1) Que su muerte fue un acto soberano de su voluntad. En cierta ocasión
expresó “nadie me quita la vida, sino que
yo mismo la pongo”. Es decir, murió en la cruz porque nos amó con amor
eterno. (2) A partir de ese instante ya no era necesario que los hombres se
acercaran a Dios por medio de un sumo sacerdote que entrara a Su presencia una
vez al año para expiar el pecado del pueblo. Ya los hombres pueden llegar
libre, directa y diariamente a la presencia de Dios en oración a través de Jesucristo.
Definitivamente,
la prueba más grande del amor de Dios
por nosotros, es la crucifixión de Cristo.